LA TINTA DE LA ARQUITECTURA. TEXTOS DE REFERENCIA DEL SIGLO XX Y XXI. LUIS MORENO MANSILLA
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LA TINTA DE LA ARQUITECTURA. TEXTOS DE REFERENCIA DEL SIGLO XX Y XXI. LUIS MORENO MANSILLA

SOBRE LA CONFIANZA EN LA MATERIA

Luis Moreno Mansilla, 1998

La arquitectura es silenciosa –no habla. Está hecha de materia, tenazmente impermeable a nuestras opiniones. Ajena a los jirones de la vida, con ella comparte sólo una sensación de lacerante y continua pérdida.

Tampoco se parece al paisaje, a la naturaleza, que se pasea indiferente ante nuestros ojos, despreocupada de nuestros afanes. Uno no se imagina a sí mismo opinando sobre la naturaleza… “esta colina es demasiado baja, el agua del arroyo es poco verde, discurre demasiado deprisa”… Para opinar sobre la materia tendríamos que compararla consigo misma, con lo que pudiera haber sido… pero es imposible hacerlo; ha llegado a ser lo que es sin proponérselo. En su misterioso desorden, todo está predeterminado. Es, de algún modo, anterior a nosotros mismos, quizás anterior a sí misma.

Y, sin embargo, cuando miramos la materia que el hombre ha rozado, nos parece que en ella respira una cierta actividad, una ligera vibración, como si fueran dos perfiles entrelazados. Aún en su inmovilidad, nos parece expectante, atenta a nuestra mirada. Porque de algún modo, al tocarla, deja de formar parte de la naturaleza. Se traslada a otro lugar o a otro tiempo, a un purgatorio indeciso entre el aquí y el allá.

La materia sigue siendo la misma, pero al ser arañada por la mano del hombre, vuelve su figura temblona y vibrante, como los ojos de Man Ray. En ella queda la huella de lo que fue, pero también el rastro de lo que quisiera ser. Y ese desdoblamiento abre un liviano espacio entre sus perfiles, completando su figura. En ese momento, al disponer la materia, al alterar su orden, ésta deja de estar circunscrita, pierde su pureza, y se contamina de lo que la rodea. Ya no es un mundo abstracto, un lugar a priori, sino una criatura de nuestros ojos, de nuestra mirada. Y queda ligada a la mano del artesano que le dio forma, y a la aspereza de su pensamiento.

Y es este carácter, que nos parece el más general, el que siempre está presente en la arquitectura, aunque sean tan distintas las palabras que en cada instante se abrazan con mayúsculas a su quehacer, barridas al poco como milanos por el aire del tiempo.

Pero imaginemos por un momento la arquitectura nada más –y nada menos– como un vínculo entre la naturaleza y el hombre. De este modo, en su ineludible condición material, la arquitectura queda atrapada por esta doble mirada, por este doble vínculo. Y necesariamente mira con un rostro a la naturaleza, y con otro al hombre: o a aquella parte del hombre que está por hacer –la cultura– cuya forma no está predeterminada. Y esto es definitivo; el modo en que la construcción se recuesta sobre ese espacio mental; las huellas que dejan en la montaña nuestros afanes, al aplastar la hierba. La arquitectura, entonces, se tiende en la naturaleza, y se instala, revolviéndose incómoda, hasta que sus fronteras fuerzan el perfil de la cultura; no hace sino lo que hace el hombre cuando busca la felicidad; por ello la arquitectura como las ideas no es sino la sombra de las pasiones, una sombra que envuelve aquello que, sentido como lo más propio, es al tiempo lo más ajeno, porque desconocemos su origen. He aquí su misterio.

Y este gesto, inquieto y continuo, como si nunca encontrara su lugar, abre una brecha entre las cosas y su apariencia. Antes de arañar la piedra o lijar la madera, o fundir el hierro, lo que las cosas son y su forma de ser estaban identificadas, sin fisuras, monolíticas, opacas. Pero al trabajarlas, se establece una distancia entre el ser y la forma de ser. Entre su esencia y su existencia, una diferencia que no existe en lo inerte; al tocarla se acerca al misterio de lo vivo. Igual que los hombres, o los dedos de una mano, todos iguales, pero a la vez distintos, la arquitectura encuentra refugio en ese espacio todavía por explorar, en la forma diversa que toma lo que es idéntico; las cosas entonces se vuelven transparentes, pierden su misteriosa opacidad; y rinden, exhaustas, su significado. Entonces sus rostros se multiplican, como aguas superpuestas; lo que es, lo que quiso ser, lo que nos parece que quiere ser. Porque la materia no cambia cuando la miramos, pero nuestros ojos sí. El espacio de la arquitectura es entonces el instante en que se desdobla el perfil de las cosas, de la materia. Uno de sus perfiles mira a la naturaleza; el otro acecha a la cultura. Algo de figura incompleta, de perfil inacabado, tendría ésta sin esa distancia que dibuja el dar forma a las ideas: el trasiego entre las cosas y el pensamiento, su mutuo injerto, elabora el refugio –mente y cuerpo– que la arquitectura es; su doble figura, su ser y su apariencia, son como dos figuras planas, como la visión de un bizco, pero que al enfocarlas encuentran su profundidad; sólo hay que encontrar la posición y la distancia necesaria para restituir su figura.

Y por ello, uno podría preguntarse, a la hora de hacer arquitectura, hacia dónde mirar, o más físicamente, hacia dónde girar su rostro. Cómo instalarse –uno y los demás– entre la naturaleza y la cultura. Pues hay arquitectos cuyas obras miran con nosotros, desde nosotros, hacia la naturaleza. No necesitan de una cierta capacidad interpretativa; las cosas están rodeadas de una poderosa inmediatez, que remite a la naturaleza; la intentan atrapar –justo cuando huye– y la exhiben, en sí misma. De algún modo, su arquitectura se finge naturaleza, se coloca del otro lado del cristal. Su arquitectura no mira de frente al espectador, no lo interroga, sino que más bien refuerza su vínculo con la naturaleza.

Sí; la arquitectura es silenciosa –no habla. Sin embargo, al hacer arquitectura, nos proponemos algo. La arquitectura es el esfuerzo de la materia por ser. Es un esfuerzo por hacer visible aquello que no lo es: los pensamientos. Un pensamiento, como un sentimiento, es algo que pertenece al mundo de lo indeterminado, al mundo que no ha tomado forma todavía. Hacer presente algo es darle forma, pensando que lo que se ve, existe. De este modo, los actos sobre la materia sí tienen voz, al dibujar la distancia entre lo que las cosas son y lo que quisieran ser. Con el trabajo de los hombres, lo que era igual se vuelve diverso, y lo inerte se vuelve animado, al rozarlo con fe. Y se acerca a nosotros tanto más cuanto más misterioso sea su igualdad y su diversidad; tanto más cuanto más extrema sea su abstracción y más rugosa su materialidad; ése es el lugar donde habita el misterioso intercambio entre lo arbitrario y lo necesario. Luego llega el momento más difícil, el refugio de los poetas más puros: una vez que las ideas están presentes, hay que volverlas invisibles.

En cierto modo, pues, la arquitectura es más bien un quehacer, y por lo tanto no deberíamos hablar de normas, sino fijarnos en su talante. Y es un hacer que envuelve el mundo de las ideas y el mundo de la materia. Por eso me parece que lo que debe caracterizar al arquitecto es la conciencia intelectual de la materia. Intelectual es algo más que racional, en él tiene cabida el humor y la ironía. Y conciencia tiene aquí un acento personal, y un velo de silencio. Es algo poderoso y secreto, tan mudo como son las piedras y el acero cuando no tiene con quien hablar: la materia es tenazmente indiferente a nuestras opiniones, pero nosotros no somos impermeables a la naturaleza. Pero para ello hace falta una conciencia intelectual de la materia; o dicho de otra forma, fe en la arquitectura. Y esta no existe sin confianza en la materia: confianza en que su modo de hacerse presente, su modo de ser, es capaz de sombrear lo posible, pero también, transmitirnos lo lejano de la vida. Allí encontramos lo desconocido revestido de intimidad, como si lo ajeno pudiera descubrir el yo en los demás.

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