LA TINTA DE LA ARQUITECTURA. TEXTOS DE REFERENCIA DEL SIGLO XX Y XXI. ANTONIO JUÁREZ CHICOTE
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LA TINTA DE LA ARQUITECTURA. TEXTOS DE REFERENCIA DEL SIGLO XX Y XXI. ANTONIO JUÁREZ CHICOTE

Antonio Juárez, arquitecto y profesor de proyectos de la Universidad Politécnica de Madrid, sistematiza el trabajo de tres cursos desarrollado cada uno de ellos en torno a un único objeto material: una pieza de terracota, varilla de alambre de acero y un prisma hueco de vidrio.

Plantean una serie de conceptos fundamentales en el proyecto de arquitectura. Conceptos como percepción, corporalidad, abstracción, orden, construcción o equilibrio aparecen como entradas imaginarias en diferentes universos espaciales y trazan un mapa abierto de acciones, procedimientos y procesos que, desarrollados con precisión, se abren a resultados inesperados.

En estas páginas conviven, entre muy diversos autores y referencias, la investigación de Josef Albers y el lenguaje visual.

EXPLORACIÓN CON LA MATERIA

Antonio Juárez Chicote, Exploración con la Materia. Grado cero en el Proyecto de Arquitectura, 2010

En 1965 Lancelot Law Whyte emitía un informe sobre la filosofía natural de la forma en el que se preguntaba acerca de la relación entre las dos tendencias cósmicas: una dirigida hacia el desorden mecánico (principio de entropía) y otra hacia el orden geométrico (visible en los cristales, en las moléculas y en muchos organismos). La primera tendencia nos acerca al “desorden” aparente del universo, a la desintegración entrópica de los sistemas; la segunda dirección señala hacia la exactitud, precisión, calma e invariabilidad, y quizás, al anhelo largamente buscado de trascender el tiempo, de perdurar. En este panorama entre la estabilidad geométrica y lo informe se inscriben los polos entre los que se puede entender el proyecto de arquitectura, y también el contexto complejo y confuso de nuestra cultura.

Esta clase sintetiza la investigación pedagógica sobre la introducción al proyecto de arquitectura desarrollada durante los últimos diez años. Los conceptos que aquí se proponen son conceptos pre-formales, previos a cualquier disquisición o configuración concreta. Se trata de ideas tan elementales que en muchas ocasiones han quedado fuera de la docencia del proyecto de arquitectura, que a menudo fija la atención sobre presupuestos más concretos, vinculados directamente a la resolución de un problema determinado.

A lo largo de los últimos quince años la materia ha sido el interlocutor secreto de mi trabajo. En el complejo tránsito de ida y vuelta entre la materia y el material, he trabajado tanto en proyectos de arquitectura, como en la docencia. Una gran parte de mi tarea docente se ha desarrollado con estudiantes de primeros cursos. Un reto pedagógico se abría, con los nuevos planes de estudios, al incorporar la disciplina del proyecto de arquitectura desde estos primeros años. La estructura cuatrimestral exigía un desarrollo más comprimido que los modelos docentes anteriores, basados en la secuencia de cursos académicos completos. Por otra parte, los estudiantes debían aprender a utilizar las herramientas elementales del arquitecto y, a la vez, desarrollar un conocimiento específico disciplinar acercándose a la complejidad de la arquitectura contemporánea.

Lentamente, y de modo progresivo, fui interesándome en secuencias de ejercicios que, concatenadas, abarcaban un proceso relativamente complejo. La inmediatez de lo material, la incuestionable presencia de las cosas y de los objetos, no sólo visual sino táctil, trabajando de manera abierta a una experiencia fenomenología más amplia que lo meramente visual, tratando de reconstruir la sensorialidad y apoyándose en ella, señalaban un camino en el que percepción, acción y reflexión estaban intensamente unidas.

Los primeros ejercicios que Mies van der Rohe proponía a sus alumnos en el curso introductorio de arquitectura titulado “Adiestramiento visual”, que consistían en trazar líneas paralelas o perpendiculares de distinto grosor en un rectángulo dado me sugirió, de manera incipiente, el trabajo con una pieza de terracota, de dimensiones fijas, en la que, mediante cortes y movimientos, aparecían espacios potenciales de distinta intensidad. La carga simbólica que relaciona al prisma de terracota con el ladrillo, aun si cabe, en un estadio previo, blando, susceptible de deformación, lo convertían en un material altamente atractivo con el que trabajar. El prisma de terracota con un número mínimo de cortes y el mero desplazamiento de los fragmentos sugería un modo elemental de reflexionar sobre el espacio y la dimensión táctil, inmediata, del espacio entre los dedos.

Los textos pedagógicos de Josef Albers como Search versus Re-Search, con aquel sorprendente “Uno más uno tres y más: Hechos fácticos y hechos reales” (1965) sirvieron para contextualizar pedagógicamente el nacimiento de esa ‘realidad intermedia’ entre las cosas: el espacio. Josef Albers alude en sus escritos pedagógicos a un alfabeto, que ha de articular el lenguaje visual y sin el cual no es posible el desarrollo personal del estudiante. La escueta manipulación del prisma de terracota mediante cortes y desplazamientos suponía un intento de acercarnos a un alfabeto elemental.

Este ejercicio, que tuvo la duración de seis semanas, abrió la posibilidad de establecer una secuencia de nuevos trabajos partiendo de un objeto que tuviera la duración total de un cuatrimestre. De esta manera, a lo largo de dos cursos cuatrimestrales, hubo ocasión de trabajar de manera sistemática con distintos materiales. Uno de ellos, dúctil – alambre de acero– y otro frágil –cristal– sirvieron de apoyatura para la exploración de la materia, el espacio y la construcción.

Todo lo que registran nuestros sentidos nos abre a la experiencia sensorial del mundo. La modernidad ha reivindicado una primacía de la visión, que ha dejado de lado otras dimensiones de vital importancia en el arte y la arquitectura, por ejemplo, la táctil. Nuestras manos al deslizarse por una pared, al recorrer el tronco o las ramas de un árbol, al hundirse en el agua de una fuente, al plegar o arrugar un papel, al llamar a una puerta, al correr una cortina o al deslizarse sobre la superficie de un tablero de dibujo, como aquella mesa blanca inmensa que marcó el recuerdo de Alvar Aalto en su niñez, se abren a dimensiones fundamentales de la arquitectura, que no radican solamente en la visión.

El abanico de fenómenos que el mundo nos presenta es sumamente complejo. Nuestra esperanza en comprenderlo estriba en la capacidad de percibir, poliédricamente, integradoramente, impresiones fragmentarias. Nuestra capacidad de síntesis nos posibilita para integrar poco a poco la complejidad. Las imágenes de las cosas se obtienen restituyendo una totalidad que no se ve de golpe, y el ejercicio sucesivo de análisis y síntesis, de separación e integración de datos obtenidos por los sentidos, nos permite alcanzar una imagen del mundo válida para nuestra interacción con él. Sucesivos ciclos de desmembración y unión tensan el arco de nuestra percepción del mundo como universo construido, ensamblado, articulado, más o menos trabado, entre el azar y la necesidad. La costumbre, las palabras y los conceptos erosionan fácilmente nuestra percepción. El ejercicio de describir lo que vemos no es trivial. Precisar en una descripción lo que tenemos ante nuestros ojos nos obliga a olvidar por un momento lo que sabemos y atenernos exclusivamente a lo que estamos viendo. La escueta disciplina de ver y nombrar con precisión lo que se ve exige un adiestramiento exigente y permite dejar espacio a la percepción desnuda.

El trabajo comenzaba con la observación precisa de los objetos y de los fenómenos que estos generaban. De esta manera, la más leve irregularidad se muestra como algo verdaderamente significativo y permite tomar conciencia de lo singular. Este ejercicio exigía también someter a los objetos a ensayos sobre su peso, geometría, comportamiento ante la luz, vibración e interacción con los demás objetos o con el propio cuerpo. Esta aproximación posibilitaba un ejercicio de representación rigurosa, donde la precisión era la llave para iniciar ciclos sucesivos de percepción, acción, representación y reflexión.

El conocimiento de la arquitectura comienza desde nuestro propio cuerpo. Es desde nuestra piel desde donde empezamos a explorar el mundo, desde la extensión de nuestro cuerpo. Prueba de ello es nuestra experiencia de medir la extensión de las cosas con nuestras manos, o con nuestros pies, con palmos o pasos. Algunos ejercicios iban dirigidos fundamentalmente a la restitución de esta sensorialidad primaria del espacio. La relación elemental en un alambre plegado entre el punto de pliegue y el punto de contacto con la mano generaba ya, de una manera sistemática, un conjunto de registros de la relación del cuerpo con los objetos en el espacio.

Un problema sustancial en el entendimiento de una obra, sea de la naturaleza que sea, es la relación entre el todo y el fragmento. Hay obras intensas en las que el fragmento contiene el germen de la totalidad. Por ejemplo, en la arquitectura de Mies van der Rohe, el fragmento encierra las claves de su modo de pensar y de construir. Al trabajar con piezas de terracota, o de un prisma de vidrio, el referente del objeto de trabajo presidía modos diversos de pensar. La cercanía o distancia respecto del modelo de origen suponían posicionamientos diversos en torno a la unidad o fragmentación de una nueva obra y abrían maneras distintas de ordenar piezas heterogéneas. Estas posiciones entre el todo y las partes remitían a procesos de construcción o destrucción, de orden o desorden, de estabilidad o desintegración. Estos procesos tienen sus leyes y la atención a los mismos abre aspectos fundamentales del mundo de la construcción.

Entre los extremos mencionados, la estabilidad y la desintegración, la geometría elemental y lo informe, se abre el inmenso territorio del proyecto de arquitectura, el concepto de orden es fundamental. A este respecto ya adelantó Rudolph Arnheim en Arte y entropía que el orden existe hasta en los procesos más complejos. Algunos problemas clave de la sensibilidad de nuestro tiempo se inscriben en las fronteras difusas entre el orden y el desorden. El adiestramiento en la percepción de niveles sucesivos de orden, y en su articulación física, visual, constructiva y funcional es de vital importancia para construir las bases de la docencia del proyecto de arquitectura.

Uno de los retos más importantes a los que hoy se enfrenta la docencia del proyecto de arquitectura es articular los ámbitos complejos en los que se inserta nuestra disciplina. Los problemas de hoy necesitan una respuesta que vaya más allá de la inmensa proliferación formal que atraviesa los cauces de la comunicación y de nuestra cultura, que reclama nuevas formas. Max Bill lo resumía hace ya medio siglo con unas palabras que pueden ser dichas en nuestros días: “Más que nunca, hoy nos encontramos ante el comienzo de una nueva época. Debemos volver a revisar, a estudiar y a elaborarlo todo. En principio, esto tiene aparentemente poco que ver con la arquitectura entendida como arte, pero quizá el gran arte consista justo en la rigurosa limitación a lo esencial.”

Podemos encontrar múltiples entendimientos de la palabra ‘construcción’. Unos vendrían de la mano de aquellos arquitectos o ingenieros que han hecho del acto de construir una filosofía, pues para ellos construir ha llevado consigo una manera de estar en el mundo. Vitruvio, Viollet-le-Duc, Behrens, o Mies van der Rohe, podrían darnos aproximaciones altamente precisas y matizadas de la noción de construir. Esto nos llevaría de la mano a un entendimiento de la noción de techné que, desde Grecia, ha venido cargada de sentido para la arquitectura: la construcción es el proceso en el que, por medio de la técnica, las cosas aparecen, aletheia, se hacen claras, inteligibles.

El arquitecto es, en este sentido, ante todo, un constructor, alguien cuyo entendimiento del mundo se establece desde la actitud básica y esencial de ensamblar partes, levantar o erigir estructuras, que es, en el fondo, una manera de vivir haciendo inteligible el mundo y, desde esa claridad, intervenir en él y transformarlo.

Habría, sin embargo, otra visión, quizás menos apoyada en lo disciplinar, pero no por ello menos válida pedagógicamente. Ésta sería la que nos viene desde el significado más general del término construir: “ordenar y enlazar”. Desde este significado, quizás más inmediato, se sugiere de manera abierta algo de gran interés pedagógico: la reflexión sobre los modos de establecer orden y los modos de establecer vínculos, entrelazamientos o trabazones, abre un arco inmenso en torno al concepto de construir.

En los ejercicios con los estudiantes se abordan diferentes modos de ordenar y enlazar piezas materiales. Se podría decir que cada estudiante desarrolla una o varias maneras de construir, como si de un alfabeto elemental se tratase. Desde el mero apilamiento de las piezas, donde sólo el peso traba las piezas, hasta situaciones en las que un material interpuesto sirve de conector o vínculo entre las partes.

La noción de equilibrio va mucho más allá del mero sentido del movimiento o del reposo. El equilibrio supone, para un sistema o una estructura, una tensión dinámica, es decir, un estado de compensación de fuerzas. Esto podría darse a varios niveles: térmico, dinámico, electromagnético o gravitatorio, entre otros. Cualquier acción en el medio físico supone la alteración del sistema y nos invita a la búsqueda de una restitución del equilibrio inicial. Un proyecto, en sí mismo, conlleva la existencia de un sistema de fuerzas, que más allá de salvaguardar su estabilidad, verticalidad, o reposo, nos exige atención a su totalidad, a cómo en el seno de condiciones diversas –e incluso contrarias– el sistema restituye las condiciones de partida.

Las piezas de Calder, más allá de una visión estática de las mismas, manifiestan que una alteración local genera una multiplicidad de ajustes y oscilaciones, a través de las cuales el sistema se reconfigura lentamente buscando una nueva situación de equilibrio. Nuestra experiencia del equilibrio guarda también memoria de estas oscilaciones y en ellas tenemos la idea de que este es una conquista, que se produce a través de un proceso de sutiles alteraciones. Nuestra mente restituye esas alteraciones tratando de anticipar las condiciones de equilibrio que evitarían el colapso. Es como si el proceso de ruptura posibilitara imaginar alternativas a la pérdida del equilibrio, como si la experiencia del fallo, del error, guardara secretamente las claves de un acierto no previsible. Esta aproximación a la forma desde la condición armónica en medio de tensiones enfrentadas nos hace asomarnos también a uno de los dilemas del proyecto, el riesgo, aventurado y voluntario en el proceso de creación. El equilibrista de Klee o el ciclista de Duchamp –un aprendiz concentrado en su intensa tarea frente al vacío– nos abren la mirada a situaciones en el filo de la navaja, equilibrios delicados, milagrosos, que se sostienen desde esa humilde condición de todo aprendizaje, conquistando metas sucesivas, siempre provisionales, condiciones de equilibrio transitorias en tensión hacia una búsqueda abierta.

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